Me permití robar esto

Por Juan Forn

Es famoso el intercambio de palabras que tuvieron Nikita Kruschev, líder supremo de la URSS, y Chou-en-Lai, mano derecha de Mao, cuando se vieron por primera vez las caras. Kruschev, que era hijo de campesinos pobres, inició la conversación diciendo: “Me temo que usted y yo tenemos pocas cosas en común”. Chou, hijo y nieto de mandarines, lo corrigió con delicadeza: “Algo tenemos en común. Los dos somos traidores a nuestra clase”.

Hay un momento básico en la construcción de la propia identidad en el que uno siente que, de todas las maneras de equivocarse que tiene a su disposición, ninguna es peor que aceptar la idea de la vida que tienen nuestros padres, o los mayores a secas. Es un momento fulminante: el instante en que se descubre con terror y alborozo que uno es capaz de caminar solo, por vacilantes que sean los pasos que dé. Es una sensación inolvidable. Es algo que pienso invariablemente cuando escucho hablar a Macri, a De Narváez, a Prat Gay: que, a diferencia de las personas normales, el núcleo duro de la identidad de estos tipos, la piedra basal de su personalidad, es lo que les inyectaron por ósmosis desde la cuna, lo que les dijeron que eran. Esa herencia, esa certeza, es no sólo su principal capital político sino también su único signo de identidad.

0 Comments: