Siesta de Acosta y otros chiches más.

Caminar bajo el sol de la siesta de Acosta entre las sonrisas de los dueños del perro y la alpargata y el recuerdo de sábado de balas. La casa de Belquis y el pato jardinero. Llegar a meterse al sueño de la huerta que tántas veces quise hacer. Los tres changos con las asas y las palas, la lechuga que hacía años no veía, las lombrices australianas, el puerro, la rúcula y metros de interminable patio delineado. Los brotes por todas partes y enterrar las manos en la tierra húmeda después de tánto cemento. Nada más confortante que aprender de los changuitos el arte de "huertear" y de la Belquis, esa señora de setenta y cuatro años que hace setenta y cuatro años que lucha. Más tarde se irían los changos, ya habrían llegado otras tías mayores a enterrar plantines y matear conmigo. Hablar de recetas, de muña muña, de rica rica, de libros y baterías de cocina, saludar al viejo Antonio para volver al morir la tarde a la parada de La Brújula y viajar otra vez a Alberdi. Esta vez para desdicha de los pasajeros voy acompañado, vienen conmigo un embrollo de lombrices embolsadas para regalar. Huerta de lunes, el espacio justo para respirar.

De noche, casi al entregarme, manotié el cuaderno:

Me odio porque
en las entrañas del lago
también fuí un pez
mirando hacia dos lugares.

Me odio porque
me pienso en el lugar perfecto
que con extraña ternura
he descubierto.

Y por más que chorrée
de mi savia roja los senderos,
las huellas que se borran,
a la larga... se imaginan.

1 Comment:

Anónimo said...

Los que dormimos la siesta, soñamos lo mismo. Los que trabajamos las huertas del futuro también nos odiamos algunas noches. Sólo sé que al final lo lamento.